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miércoles, 12 de septiembre de 2018

Sopa

He llegado el lunes, 10 de septiembre de 2018, a las 7 de la noche pasadas. He visto a mi hermano, Samuel. Lo veo delgado y lánguido. Me miro y veo un bulto de huesos o un esqueleto suspendido. Pienso en Fabián y veo su cabellera que se extiende por una silueta ósea. Veo que estamos muy flacos. Estoy muy cansada. Me duelen las piernas. Decido. Esto es raro: decidir. Decido hacer una sopa o un caldo. Que sea de pasta con una papa. No importa que sea un caldo con sabor a sal, ajo, cebolla y algo de almidón de papa. Que sea una agua clara. Dejé mis cosas en el cuarto. Vuelo a la cocina. No lo pienso mucho. Creo que eso fue lo que hice. No decidí realmente sino lo hice. Busco la olla. La lleno de agua. La pongo al fuego. Encuentro el ajo. Lo estripo con el plan del cuchillo y luego lo corto. Mientras tanto disfruto de su olor y la forma. Corto cebolla. La echo a la olla. Le agrego sal. Aparece una zanahoria. Luego un pollo. Se va todo sumando en pequeños pedazos. Encuentro unas arverjas. Parecía que no había nada, pero el caldo va cogiendo forma de sopa. Luego la pasta. Hay cilantro. Adiciono un poco de gengibre, menos de un centímetro. Lo pico diminuto. Por último, los fideos. Cocina unos 10 minutos más. Queda espesa. A la vista se ve deliciosa. Sirvo tres platos. El primer sorbo pasa como una corriente de agua, sin obstáculos. Luego es picante. Mi boca, garganta, esófago terminan incendiados de picante. Le había agregado también pimienta. Mientras comemos hablamos de los fideos de arroz en China, de los fideos de Japón o Corea del Sur, de que esta es la comida de los pobres. La sopa estuvo deliciosa. Samuel dijo que se veía provocativa.

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