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miércoles, 20 de octubre de 2021

El cerebro va al cine

 El siete de octubre decidí ir a ver Memoria (2021, Apichatpong Weerasethakul), en un momento de desesperación en el que necesitaba más que nunca una experiencia fuera del mundo que me contiene. El bus iba rápido, pero iba con retraso. Eran las dos y diez de la tarde cuando llegué a la carrera décima y la película empezaba a las dos. Corrí por la calle 24 hasta el cine El Embajador. La cajera me esperaba. Corrí. Me pareció que el celador se tomó mucho tiempo en ver el tiquete de entrada. Rasgó el papel con parsimonia mientras hablaba con otra persona. Subí las escaleras con agitación y mirando el piso para no caerme. Entré a la sala y estaban pasando promocionales. Había tres personas jóvenes en la sala. Me senté rápidamente. La música cambió y la pantalla se puso en negro con los créditos. Un sonido ensordecedor levantó a Jessica y a mí me tumbó en un limbo. Cada plano me distendió el cuerpo mientras la mente intentó descifrar: ¿cuál es ese parqueadero de carros en Bogotá?, ¿cuál es ese parque?, ¿por qué llueve? Ya no estoy en mi mundo. Estoy al lado de Jessica buscando una razón a ese golpe que solo escucha su cabeza y ahora la mía... Salgo de la sala a una realidad a la que no quisiera despertar, pero salgo liviana, aliviada de la pesadumbre con un destello de esperanza y claridad a la confusión. Salgo con la dicha de ver el cine que me gusta, de pasar por una experiencia sanadora porque olvidar mi realidad por un rato es sublime, es una droga, es flotar en el tanque de privación sensorial. Esa película fue una experiencia narcótica. Aunque no me dormí, fue como si hubiera soñado despierta. 

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